De joven me senti progresista. Empático. Benévolo. Soñador.
Después sufrí los retos de la vida.
Tomé desiciones, hice sacrificios, probé la austeridad, y entendí que solo siendo bueno conmigo sirvo bien a los demás. Entonces me eduqué, me obsesioné con mis metas.
Aprendí a tomar responsabilidad, a no victimizarme.
Acepté que pensar así no es ser egoísta. Es altruismo indirecto.
Más adelante fue cuando giré mi mirada hacia el otro lado.
Ya de 30 me sentí conservador.
Lo que ví en mi padre, cuando pequeño, parecía ahora tener más sentido.
Las tradiciones me sentaban bien.
Leí por allí que si algo no estaba dañado, no debía arreglarse.
Que los fundamentos sólidos permiten crecer verticalmente.
Que no hay que comprometer nunca nuestra moral.
¿Pero qué de la maleabilidad, el crecimiento, la evolución? ¿Dónde quedan cuando hay tanto miedo al cambio?
Un día ya de 40, desperté con una interrogante en mi cabeza:
¿Qué es lo que realmente importa?
Hice memoria de lo vivido y entendí que sin la libertad para ejercer mis propias desiciones hubiese sido imposible salir adelante.
La libertad termina siendo todo.
Jon.